–¿Y
cuanto tiempo llevaba usted en el paro?– le pregunté intentando romper la
cotidianidad de una conversación sobre el tiempo.
El
sol calentaba nuestras nucas como si de un castigo divino se tratase, con la
locomotora averiada irremediablemente nos habían aconsejado a todos salir
de los vagones para estirar un poco las piernas; algunos salieron correteando
como unos niños que desean estrenar sus nuevos zapatos, otros en cambio
permanecían en sus asientos visiblemente nerviosos, o melancólicos
apoyando sus cabezas sobre los cristales.
–Llevaba
más de cinco años, por suerte todo lo este calvario se acabó –me contestó aquel
hombre, ya entrado en muchos años, con un brillo de ilusión en sus ojos.
–¿A
qué se dedicaba antes?
–Era
maestro en una escuela, pero un día se acabaron los niños y con ellos mi puesto
de trabajo.
–¿y
cuál va a ser su nueva tarea?
–No
tengo ni idea, la que sea, lo importante es trabajar ¿Y cómo es aquel
sitio? –me preguntó ilusionado.
–La
verdad es que no conozco para nada aquel lugar, ni siquiera tiene una estación
propia, solo un montón de vías y cruces frente a la tapia y edificios muy
espartanos que se extienden más allá de donde alcanza la vista, se nota que
todo aquel complejo tuvo que construirse de corre prisas. No se nos permite
bajar de la locomotora cuando los pasajeros se apean, cambian la combinación de
agujas y seguimos nuestro camino, por eso no sé cómo es el complejo en
cuestión.
La
llegada de una nueva locomotora interrumpió nuestra conversación y aquel hombre
se marchó a ocupar su asiento casi sin despedirse, como deseoso de finalizar el
viaje, junto a la mayoría de pasajeros que habían salido de los vagones; aunque
alguno que otro se quedó un poco para observar el proceso de enganche de la
nueva locomotora, algo que no nos llevó más que unos pocos minutos.
Después
de una corta espera se nos avisó por radio que podíamos reanudar la marcha y
subí a la locomotora de repuesto; no conocía al otro maquinista, por lo que me
presenté alargando la mano, aunque recibí una respuesta más bien desganada
por parte de mi compañero; por su aspecto se notaba que era uno de aquellos
veteranos, de los que entraron al principio de forma voluntaria, antes de que
nos movilizasen al resto de maquinistas de la Unión Europea.
–¿Has
hecho muchas migas con esta gente? –me preguntó en tono bastante irónico.
–Bueno,
alguna palabra hemos intercambiado. Es curioso pero nunca había hablado con
nadie, salvo esta vez que nos hemos quedado tirados.
–¡No
debería haber hablado con nadie! –espetó mi compañero.
–¿Por
qué dices eso? No hay nada malo en ser amable con la gente –le contesté,
sorprendido ante su afirmación.
–¿Recuerdas
los viejos tiempos? Aquellos tiempos en los que todos teníamos una vida mejor,
un trabajo cómodo, un hogar, un buen coche... luego todo se quebró y llegó la
miseria a nuestras vidas.
–¿Y
qué culpa tienen ellos? Todo fue obra de los bancos y los burócratas.
–No
te equivoques, Europa corrió al auxilio de la gente y aquellos que somos buenos
ciudadanos dimos el callo, cumplimos con nuestra obligación, salvamos la
economía de la miseria; sin embargo otros se acomodaron en la ayuda y el socorro
permanente, hasta desangrar y arruinar los estados.; ellos son esa gentuza,
nuestros enemigos naturales.
Indignado
por sus palabras me alejé un par de pasos de él, volví mi mirada al paisaje que
corría al ritmo de la locomotora; sin embargo sentía la necesidad de recriminar
su actitud, que sonaba demasiado a aquellos discursos panfletarios que se oían
en los medios cuando todo este mundo comenzó a venirse abajo, como si la culpa
de todos los males la tuviese cualquier persona a la que la vida le hubiese
negado la sonrisa, en lugar de la responsabilidad de todos aquellos políticos y
burócratas que ejercían el despótico poder de decidir sobre nosotros.
–No
deberías hablar así de ellos, son personas como nosotros; el hecho de que a
nosotros la vida no nos haya ido tan mal ha sido más por casualidad que por
mérito –le dije intentando recriminar su actitud.
–Lo
que tú digas –Me contestó, con desgana, intentando dejar zanjada la charla de
esa forma.
Los
kilómetros transcurrían rápidamente y no podía disipar la indignación por sus
palabras; sin embargo preferí permanecer en silencio.
–No
te has preguntado nunca para qué los enviamos hasta allí –dijo mi compañero
tras aquel largo periodo de silencio.
–Supongo
que será algún tipo de industria, como un campo de trabajo, donde les enseñan
algún oficio hasta que pueden volver a valerse por sí mismos en la sociedad.
Mi
compañero comenzó a reír de forma irónica tras mi respuesta, pensé que se reía
de mí, así que no quise razonar mi respuesta y permanecí en silencio; pasados
unos instantes volvió su mirada nuevamente hacia mí.
–¿Cuántas
veces has recogido a alguien de aquel complejo para llevarlo a alguna ciudad?
–Sólo
los he llevado al complejo, nunca los he recogido; pero llevo poco tiempo
realizando estas tareas.
–¿Sabes
cuántas veces he recogido yo a alguien? Ninguna –me contestó de forma
desgarradora.
Me
quedé sobrecogido ante su afirmación, ciertamente nunca había recogido a
alguien, pensaba que eran otros trenes los que hacían esas tareas, pero cuando
un veterano como él realizaba tal afirmación la realidad se tornaba en un
aspecto más siniestro.
–¿Y
qué piensas que ocurre con toda esa gente? –le pregunté.
–¿Te
has fijado en el humo que se dibuja al final del complejo? ¿Has olfateado ese
olor tan profundo que hay en la puerta? ¿Has pensado que toda esa gente ya no
es útil para la Unión Europea,
para nuestra nación, para la sociedad. Efectivamente el mundo tenía un problema
con tanto paria suelto, con tanto chupóptero de los servicios sociales… por
suerte el Consejo pensó en una solución definitiva.
–Eso
que dices es una mamarrachada de panfleto –le respondí, molesto ante su
afirmación.
–Lo
que tú digas, pero no te has preguntado por qué dejamos a tanta gente allí y
nunca recogemos a nadie; yo te digo que aquello debe de ser un complejo químico
o industrial donde la gente no dura mucho; pero al menos durante ese periodo de
tiempo son útiles para la sociedad.
–Ese
discurso me parece una barbaridad, creo que estás demasiado influenciado por
las soflamas que sueltan ciertos medios; ellos son gente como nosotros, han
tenido menos suerte y ya está –le contesté, indignado por su forma de ver las
cosas.
–¿Y entonces
qué pasa con tanta gente?
–Creo
que aquel complejo debe de ser enorme, casi no podemos distinguir su tamaño
desde las locomotoras, pero debe de ser como una gran ciudad donde quepan
centenares de miles de personas; cierto será que deben de estar realizando
trabajos duros y muy probablemente insanos, pero algo es algo. Es como una
segunda oportunidad para ellos.
Mi
compañero se echó a reír irónicamente y yo, enfadado por su actitud, decidí
volver mi vista hacia el camino y permanecer en silencio; de nada podía servir
cualquier explicación o razonamiento, aquel hombre ya había sido convencido de
quienes eran los verdaderos enemigos de su mundo; sentía pena de la sociedad de
hoy en día, cada vez más manipulada e inhumana.
–No
te enfades por lo que te digo, el mundo es un lugar mejor ahora, no pienses que
tenemos suerte, hemos sido responsables y hemos estado a la altura de las
circunstancias, por eso ahora estamos bien –dijo mi compañero tras aquel largo
periodo de silencio.
Un
alto promontorio, que llegaba a ocultar completamente las vistas, nos indicaba
que estábamos llegando a nuestro destino, mi compañero avisó por radio de
nuestra llegada y nos dieron luz verde para avanzar hasta el complejo. Pasamos
por varios cambios de agujas hasta que llegamos al complejo, el convoy se paró
en una de las vías centrales, casi al lado de la entrada, enfrente de cada
vagón estaban preparados un par de funcionarios para recibir a los pasajeros;
conforme se apeaban les identificaban, formaban grupos de una docena y entraban
al complejo, en un proceso algo lento y tedioso. Me asomé un poco para tomar
algo de aire, aunque sin pasar del estribo para no abandonar la máquina.
Tras
unos minutos observé como salía aquel viejo maestro con el que había hablado,
se le veía risueño e ilusionado, tras unos instantes en el que lo identificaron
y prepararon su grupo, un funcionario les invitó a seguirlo hasta la entrada;
al pasar a mi altura aquel señor se percató de que le observaba y comenzó a
sonreírme, yo le devolví un tímido saludo.
Aquel hombre siguió su firme caminar pero al
llegar a la puerta, debajo del arco de entrada, se giró repentinamente y
comenzó a saludarme efusivamente antes de volver a girarse y continuar su
camino. En el arco de la puerta había un lema escrito: «El trabajo os hará libres. »
La
máquina reanudó su camino y abandonamos aquel lugar.
Comentarios
Publicar un comentario