Amor, sexo y confinamiento (I)


I
Una máscara de gorila y un tarro de manteca colorá

Habíamos alcanzado la sexta semana de confinamiento y en cierto modo me sentía derrotado por los acontecimientos; supongo que, como la mayoría de las personas, no estaba hecho para pasar los días en casa sin prácticamente ninguna actividad, dejándome llevar por una especie de melancolía que no suele ser nada recomendable a largo plazo.
Y qué podemos hacer cuando estos sentimientos nos llevan por delante sin darnos al alcohol, las drogas o los ansiolíticos; la mayoría de las personas intentan encontrar el alivio psíquico en manos de profesionales de la salud mental, con las nuevas tecnologías los psicólogos pueden pasar consulta por videoconferencia con suma facilidad; y también los hay que buscan otra vía alternativa para aliviar su carga, una vía, tal vez, más espiritual por medios religiosos o humanistas, en manos del sacerdote o gurú que cada cual considere adecuado; con esto tendríamos el tema resuelto para la mayoría de personas que lo están pasando mal… pero ¿Y qué podemos hacer el resto de los mortales? Para el resto tan solo nos queda la vía de escape de contárselo a alguien.
Llevaba mucho tiempo sin sacar ningún escrito a la luz, en buena parte por el hecho de que sintiese que la propia vida había pasado directamente por encima de mí y que ya era incapaz de recuperar las riendas de ésta, aun así me obstinaba en intentar dar forma a una novela en la que llevaba años trabajando, aprovechando el largo confinamiento; a pesar de este esfuerzo eran muchos los momentos en los que las nuevas necesidades sociales me obligaban a participar en videoconferencias y quedadas multitudinarias que poco ayudaban para centrarme en la tarea que me había propuesto; y para colmo, la profesión de escritor es lo que tiene, me acabé convirtiendo en una especie de confesor para toda la comunidad.
Siempre he afirmado que el ser humano por antonomasia es un ser social que necesita utilizar el don de la comunicación en aras de liberar su espíritu de aquello que lo atenaza, ya sea en boca propia o en renglón ajeno, por lo que al final los escritores acabamos convirtiéndonos en una mera extensión de las vivencias ajenas, convirtiéndonos así en una especie de sumos sacerdotes de la memoria colectiva.
Aquella mañana había madrugado bastante, había desayunado abundantemente; me había dado una ducha relajante y llevaba un buen rato escuchando temas de Johnny Cash, intentando alcanzar ese estado de trance en el que me pongo a escribir de forma desaforada, cuando recibí una videollamada:
–¡Estoy en un lío, tío! ¡Qué voy a hacer! ¡Qué cojones voy a hacer ahora! –exclamaba, desesperado, mi colega Josito, obviamente este no es su nombre real, desde el otro lado de la pantalla.
Josito llevaba una corta temporada en el mercado y el mundo de las nuevas tecnologías le había pillado recién salido del toril, por lo que había entrado en tal vorágine en busca de ligues que le habíamos puesto el sobrenombre de Cazador blanco corazón negro.
–Venga, tranquilo, que tampoco será para tanto…
–¡Qué no! ¡Qué no! ¡Me están chantajeando tío!
–¿Chantajeando? –pregunté asombrado.
–Sí, que me grabaron anoche cuando estaba haciendo sexting con una tía que acababa de conocer.
Me disculpé momentáneamente con la excusa de tener que ir a por un vaso de agua por la impresión, aunque sin duda debió escuchar las tremendas carcajadas que se escapaban de las paredes de la cocina, repuesto un poco del ataque de risa retomé, con rostro sereno, la conversación.
–Pero tío ¿Cómo haces esas cosas?
–Era una tía cojonuda y no veas como estaba; como no se puede quedar por la mierda esta de confinamiento me casqué un pajote delante de ella que no veas, salpicó la lefa por el monitor y todo. Pero es que me ha grabado y me ha mandado un enlace con el vídeo y dice que o le doy quinientos euros o lo hace público y le manda el enlace a mis familiares y amigos.
–No te preocupes, con ese pito tan pequeñito que tienes seguro que solo lo van a compartir como una cosa de humor –le contesté con guasa.
–Pero no te cachondees de mí cabronazo.
–Vamos a ver… hace unos días fue tu cumpleaños y te mandé un regalo…
–Pero si me mandaste una máscara de gorila, hijoputa, que me querías decir que me la pelaba más que un mono.
–Pues no, tontaco, era para que te la pusieses para hacerte esos pajotes, que si no alguien podía grabar tu careto y tu micropene. De todas formas ni caso, a ver si te crees que esa tía tiene los datos de tus familiares y para colmo dice que tienes amigos…
Se quedó un poco pensativo ante tal afirmación, como si después de un golpe de calor alguien le echase un cubo de agua helada por encima.
–Eres un cabronazo, pero es verdad, quién va a ver ese video.
–Además, si te dio un calentón también podías haberle dado un toque a tu vecina del primero, que sabes que siempre te está poniendo ojitos.
–Esa es que no patina – me respondió apesadumbrado.
–Coño pues usa los geles de placer esos, o la manteca colorá, que también sirve y siempre tienes un frasco en la nevera, pregúntale a tu abuelo ya verás como te dice para que la usaban antes.
Josito se tranquilizó un poco después de esta charla y creo que entró en razón y se negó a darle la pasta a esa chica, a fin de cuentas el dinero empezaba a escasear por todas partes y cada uno se tenía que buscar la vida como buenamente podía. Aquella mañana le conté a mi amigo diez historias, que me habían confesado otras tantas personas, para que se diese cuenta de que aquel traspié no era nada extraordinario y si un toque de atención para tiempos venideros. Las diez historias que a continuación les relataré.
Por cierto, pasados unos pocos días comencé a recibir un video en Whatsapp, desde muchos grupos, incluso grupos ajenos a Josito; en él un señor bastante feo y con escaso encanto se marcaba un épic pajote delante de la pantalla. Por lo visto eso de adivinar el futuro y dar soluciones tampoco se me da muy bien.

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