Amor, sexo y confinamiento (II)


II
Una sandía pequeña y un teletrabajo ingrato

Recuerdo que, cuando todo esto empezó, se nos decía que saldríamos reforzados de esta situación, que seríamos mejores personas; que le daríamos la importancia justa a las cosas… nada más lejos de la realidad.
El caso es que tan sólo tuvieron que pasar unos pocos días para que personalmente comenzase a comprender tantas barbaridades que ha realizado el ser humano a lo largo de la historia, como muchos tipos de abusos, tropelías y totalitarismos habían surgido en medio de etapas en las que se decía que de todo aquello iban a salir mucho mejor; como norma general a una buena cantidad de personas les basta con tener una ligera posición por encima del resto para que se empiecen a atisbar ciertos comportamientos reprobables, pero si encima esta posición se ve reforzada por una supuesta supremacía moral en plan ‘nosotros hacemos lo correcto, lo que hay que hacer’, la posición dominante se convertirá directamente en un cheque en blanco para cometer todo tipo de desmanes. Pero dejemos a un lado este pensamiento que aquí reflejo para centrarnos en lo que realmente nos interesa.
Decir que el Sr Ricardo Torvellá era un hijo de puta integral sonaría como algo demasiado chabacano, si bien ese adjetivo calificativo le venía como anillo al dedo; desde su posición de mando intermedio había obtenido la legitimación moral para presionar a aquellos empleados que habían luchado por permanecer en la seguridad de sus hogares durante los primeros días de la pandemia; por lo que se dedicaba a combinar una terrible carga de trabajo con numerosas reuniones, charlas y zarandajas varias, para que los empleados no fuesen capaces de realizar todas las tareas encomendadas durante una jornada laboral normal; todo esto lo complementaba con amenazas y ridiculizaciones varias a aquellos trabajadores que no eran de su círculo de protegidos; este abuso era totalmente visible en la figura de la pobre Verónica Petre.
Se podría decir que lo de Verónica era un teletrabajo ingrato, no sólo tenía que realizar su tarea, también se pasaba horas arreglando los desaguisados de algunos de sus compañeros que tan sólo servían para hacer la corte a Ricardo y que a la hora de la verdad eran unas perfectas máquinas de meter la pata; evidentemente era ella uno de los principales objetivos de las amenazas y descalificaciones en las numerosas videoconferencias que organizaba aquel despiadado jefecillo. Con el paso de los días y el aumento de la angustia decidió que lo mejor era grabar todas aquellas tropelías por si la cosa iba a más y terminaba perdiendo su empleo.
Aquella mañana los había citado a todos a una reunión virtual a eso de las diez de la mañana, la hora de la supuesta pausa para el café viene muy bien para recortar cualquier tiempo de descanso y de paso tocar un poco las narices; además Ricardo solía hacer dichas reuniones mientras degustaba una buena taza de café desde la inmensa cocina-comedor de su vivienda, porque, no nos engañemos, si quieres fardar de tener una buena posición y mucho dinero eso de estar en un estudio, despacho o vetusta biblioteca como que ya está un poco desfasado; nada como un pedazo de cocina como señal de que lo demás es mucho más espectacular. Como era de costumbre Verónica se conectó la primera a la reunión y allí tenía al Sr Ricardo esperándole con esa cara de mala gente tan característica.
–Buenos días –soltó con el típico tonillo hipócrita –. Cuando la reunión termine haga el favor de no colgar, que quiero comentar con usted unas cosas en privado.
En apenas unos segundos se conectaron el resto de compañeros y así comenzó una larga reunión de hora y media en la que nada nuevo se aportó salvo las fantasmadas varias, tropelías verbales y amenazas tácitas de nuestro afamado jefecillo; amén de haber perdido buena parte de la mañana para absolutamente nada.
Pero centrémonos en el acto en sí de esas reuniones; en los primeros días se guarda la compostura presencial aunque ésta sea de forma virtual, los intervinientes se arreglan como de costumbre y lucen una imagen como si nada de esto estuviese pasando, pero con el paso del tiempo la cosa se relaja bastante y la gente viste de forma más informal, cómoda y descuidada; este era el caso de Teresa, compañera de Verónica sin mayor atractivo físico, que aquella mañana lucía una cómoda camiseta surfera de andar por casa; evidentemente, la soledad y el hecho de no cruzarse físicamente con mucha gente nos hace fijarnos en cuestiones que por lo general pasan totalmente desapercibidas y eso fue lo que precisamente le sucedió a Ricardo, que se percató paulatinamente de la ausencia de sujetador bajo la camiseta de Teresa, que descuidada, mandaba señales visuales de cierto frescor mañanero en aquella parte de su anatomía. Para cualquier experto en lenguaje corporal no cabría ninguna duda y el bueno de Ricardo se estaría excitando demasiado con algo de tan poca importancia, pero evidentemente en aquellos días todo era distinto; sin embargo los intervinientes y la propia Verónica permanecían ajenos a la situación incluso tras el precipitado cierre de la reunión, con la socorrida excusa de que tenía otra reunión programada.
Se suele decir que si todo el mundo escuchásemos lo que se dice durante los treinta segundos posteriores al final de la llamada telefónica saldríamos a palos; si para colmo se trata de una videoconferencia, donde por la novedad no tenemos esa costumbre de colgar y cerciorarnos que no hay ojos ni oídos indiscretos, se pueden imaginar cómo va a ser el lío. Ricardo, excitadísimo en aquel momento, sin recordar que le iba a amargar la mañana a Verónica después de la reunión, le dio la espalda a su terminal y todos los intervinientes, salvo ella, desconectaron la videollamada.
Una pequeña sandía, de estas que no pesan más de dos kilos y no tienen pepitas, sacó el maestro de ceremonias del pequeño armario lateral que hacía las veces de fresquera y lo introdujo en el microondas por espacio de unos pocos segundos ante la atenta y desconcertada mirada de Verónica, que esperaba que en cualquier momento volviese a sentarse frente al ordenador para comenzar su reprimenda. Terminado el calentamiento, Ricardo realizó una pequeña incisión en la sandía y con los pantalones y los calzoncillos por los tobillos forzó al indefenso fruto; al principio con suavidad pero después con un ritmo más acelerado, debido a la confianza entre el animal y el alimento, seguramente. Verónica se había quedado petrificada ante tal estampa mientras que él comenzaba a bramar como un loco conforme la cópula se acercaba al clímax, la cual finalizó con un desgarrador alarido, unos ojos en blanco y una malograda sandía.
Nuestra querida amiga se dio cuenta en ese mismo instante de lo accidental de la situación y decidió finalizar la videollamada de una forma discreta para que aquel amante no se sintiese descubierto en su acto.
¿Qué harían ustedes si tuviesen un documento tan comprometedor para la persona que les hace imposible la vida? Ella no era tan mala persona y dudó incluso si eliminar el vídeo; pero tras una monumental bronca unos días más tarde decidió buscar a alguien de confianza que editase aquella escena tan dantesca y la filtrase de forma discreta. Aquel vídeo se hizo viral en un abrir y cerrar de ojos y aquel inútil integral pensó que todo había sido obra de sofisticados hackers contratados por alguna empresa de la competencia.
Tal vez piensen que aquello fue el final del malvado Ricardo, pero nada más lejos de la realidad, con el honor mancillado y siendo el objeto de burla de buena parte de sus empleados, la empresa decidió trasladarlo a otra sección, en un puesto superior y con un buen aumento de sueldo, para que así nadie pudiese acusarles de que discriminan a sus empleados por sus filias sexuales.
Y es que en este presente tan alocado parece que lo que se premia es ser malo.

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